LOS ÁNGELES — María Elena Hernández recuperó hace poco una caja floreada escondida en su armario y la desempolvó. Durante más de una década ahí ha ido guardando las declaraciones de impuestos, los contratos de alquiler y otros documentos que ha reunido para demostrar los largos años de residencia de su familia en Estados Unidos.
“Hemos estado esperando el día en que podamos solicitar un estatus legal. En esta caja están, yo espero, todas las evidencias que vamos a necesitar”, dijo Hernández, de 55 años, una migrante indocumentada de México que llegó a este país con tres niños pequeños en el año 2000.
Acababa de enterarse del plan del presidente Joe Biden de ofrecer una vía para que casi 11 millones de indocumentados obtengan la ciudadanía estadounidense, anunciado como parte de una amplia propuesta para reformar el sistema de inmigración del país.
El proyecto de ley permitiría a los inmigrantes indocumentados que estuvieran en Estados Unidos antes del 1 de enero solicitar estatus legal temporal después de pasar por un control de antecedentes y pagar impuestos. Como nuevos “posibles inmigrantes legales”, estarían autorizados a trabajar, alistarse en el ejército y viajar sin temor a ser deportados. Al cabo de cinco años, podrían solicitar la tarjeta de residencia.
La propuesta del presidente Biden sería quizás el proyecto migratorio más ambicioso aprobado desde 1986, cuando el presidente Ronald Reagan firmó la Ley de Reforma y Control de la Inmigración, que otorgó papeles a tres millones de personas.
Convertir a más del triple de personas en ciudadanos de pleno derecho podría abrir la puerta a uno de los cambios demográficos más significativos en la historia moderna de Estados Unidos, al sacar a millones de personas de las sombras y, potencialmente, abrirles la puerta a puestos de trabajo mejor pagados, proporcionándoles prestaciones sociales, cobertura sanitaria y la posibilidad de acceder a la Seguridad Social, al tiempo que crearía muchos nuevos votantes.
“Se trata del programa de inmigración más audaz que haya presentado un gobierno en varias generaciones”, dijo Muzaffar Chishti, investigador principal del Instituto de Política Migratoria. “Pero teniendo en cuenta que los demócratas tienen mayorías muy ajustadas en el Congreso, el gobierno debe moderar sus expectativas”. Legalizar solo un grupo al principio —por ejemplo, los trabajadores agrícolas— podría ser “más realista”, dijo.
En una señal de los obstáculos que se avecinan, otra de las primeras iniciativas de Biden en materia de inmigración, la congelación de las deportaciones durante 100 días, fue bloqueada temporalmente por un juez federal el martes después de una demanda del fiscal general de Texas, un defensor de la represión de la inmigración del gobierno Trump.
La reforma migratoria se ha estancado en el Congreso una y otra vez, principalmente debido a lo que se conoce como amnistía. A pesar del refuerzo de la vigilancia fronteriza y de las sanciones a los empleadores, la reforma de Reagan no consiguió frenar la llegada de inmigrantes no autorizados.
Mientras el Congreso se debatía sobre cómo renovar el sistema de inmigración, los inmigrantes han seguido viviendo, trabajando y formando familias en Estados Unidos. Más del 60 por ciento ha residido en el país durante más de una década y tienen más de cuatro millones de hijos nacidos en Estados Unidos. Representan el cinco por ciento de la mano de obra y constituyen la columna vertebral de los sectores de la agricultura, la construcción y la hostelería.
Muchos llegaron por razones económicas. Otros huían de la agitación política y la violencia. Y aproximadamente cuatro de cada diez no entraron en Estados Unidos por la frontera suroeste. Se trata más bien de turistas, estudiantes o trabajadores cualificados temporales que nunca se fueron.
La familia de Denise Panaligan, de 27 años, llegó a Estados Unidos desde Filipinas en 2002 después de que su padre, analista financiero, obtuvo una visa H-1B. Se quedaron después de que su estatus legal temporal se agotó.
“Cuando la gente nos mira, no piensa en indocumentados porque somos asiáticos”, dijo Panaligan, profesora de secundaria en Los Ángeles. “Nunca hemos experimentado eso de entrar en contacto con los agentes de deportación y el ICE. Somos invisibles para quienes aplican la ley”.
Pero su decisión les llevó a otras vejaciones, dijo. Su madre tuvo que trabajar en limpieza a pesar de contar con estudios universitarios. El padre de Denise, Art, murió hace dos años de cáncer cerebral sin poder volver a su tierra natal para ver a sus padres, porque no se le habría permitido volver a Estados Unidos.
“El plan de Biden cumpliría nuestra esperanza de mantener a la familia unida”, dijo Panaligan, que tiene dos hermanas menores, una de ellas nacida en Estados Unidos.
La mayor parte de los inmigrantes no autorizados es de México. Tras sobrevivir a traicioneras travesías por ríos y desiertos para llegar a Estados Unidos, encontraron una nación dispuesta a mirar más allá de las leyes que prohíben su contratación, para emplearlos en campos y fábricas, y en hogares como niñeras y limpiadoras.
Maribel Ramírez y Eusebio Gómez, de México, han trabajado en los viñedos de California desde que cruzaron la frontera hace 19 años. Lograron comprar una casa y criar a dos hijos nacidos en Estados Unidos. El mayor, Eusebio Jr., de 17 años, tiene previsto alistarse en los Marines. Pero Ramírez dijo que se preguntó: “¿Por qué debería mi hijo dar su vida a un país que no valora a sus padres?”.
Los presidentes George W. Bush y Barack Obama defendieron una reforma migratoria integral con un fuerte componente de aplicación de la ley y una vía de legalización para los indocumentados. Pero todos los paquetes de inmigración que se debatieron en el Congreso—en 2006, 2007 y 2013—se estancaron.
Entre las preocupaciones planteadas por los opositores está la de que los nuevos ciudadanos voten como un sólido bloque demócrata, desplacen a los trabajadores estadounidenses y se conviertan en una carga para el sistema sanitario y otros servicios públicos. Algunos predicen que cualquier programa de legalización animaría a más personas de países latinoamericanos empobrecidos a hacer el viaje al norte.
“Legalizar a innumerables millones de extranjeros ilegales —incluso discutirlo— hace sonar la campana para que millones más entren ilegalmente en Estados Unidos a la espera de su tarjeta de residencia, y este ciclo no se acaba”, dijo Lora Ries, investigadora principal de la Fundación Heritage, un grupo de investigación conservador en Washington, y exsubjefa de personal en el Departamento de Seguridad Nacional.
Otros expertos sostienen que la legalización tiene beneficios. Abrir una vía de acceso a la ciudadanía a casi 11 millones de personas, de las cuales entre siete y ocho millones son parte de la fuerza de trabajo, equivale a “un estímulo económico”, según Giovanni Peri, profesor de economía de la Universidad de California, campus Davis.
Entre 2005 y 2015, los nuevos inmigrantes representaron casi la mitad del crecimiento de la población en edad de trabajar, y en las próximas dos décadas, los inmigrantes serán clave para compensar el envejecimiento de la población que se está jubilando. Los demógrafos afirman que el mayor nivel educativo de los estadounidenses, unido a la escasez de trabajadores manuales, pone de manifiesto la necesidad de que los inmigrantes, en número cada vez mayor, realicen trabajos poco cualificados. Alrededor de cinco millones de ellos trabajan en empleos designados como “esenciales” por el gobierno.
Entre los mayores defensores de la iniciativa de Biden están los empresarios que dependen de los inmigrantes. A lo largo de los años, las plantas de carne, las granjas lecheras y una multitud de otros lugares de trabajo se han visto envueltos en redadas de inmigración dirigidas a trabajadores no autorizados.
La amnistía de la época de Reagan, en 1986, solo provocó un descenso temporal del número de inmigrantes indocumentados porque no iba acompañada de un sistema sólido para la incorporación legal de trabajadores poco cualificados. Los empresarios se enfrentaban a multas por contratar a sabiendas a inmigrantes indocumentados, pero no tenían la responsabilidad de examinar los documentos presentados por los solicitantes de empleo, lo que generó una enorme industria de números falsos de la Seguridad Social.
“El principio es sencillo: si se lleva a cabo una amplia legalización, no se congelan los flujos migratorios de indocumentados mientras persista la demanda de mano de obra”, dijo Wayne Cornelius, director emérito del Centro de Estudios Comparativos de Inmigración de la Universidad de California en San Diego. “Hay que aumentar el número de oportunidades de entrada legal para los futuros migrantes”.
La afluencia ilegal empezó a crecer de nuevo a principios de la década de 1990.
“Los migrantes que llegaron después de 1986 habrían preferido enormemente venir de forma legal, sin tener que pagar cientos de dólares para comprar documentos falsos”, dijo Cornelius. “Pero no había suficientes entradas legales disponibles”.
Los imperativos económicos prevalecieron, lo que impulsó los cruces no autorizados año tras año.
Un auge de la construcción en estados del Cinturón del Sol como Georgia, Carolina del Norte y Arizona atrajo a cientos de miles de trabajadores de la construcción sin documentos. Y a medida que los trabajadores agrícolas que se beneficiaron de la amnistía envejecían y abandonaban los campos, llegaba mano de obra joven indocumentada para sustituirlos.
De 1986 a 2008, la población indocumentada del país pasó de tres a 12 millones de personas, a pesar de un aumento exponencial de los fondos destinados a la seguridad fronteriza, incluidos los soldados en el terreno. La militarización no redujo las entradas ilegales. Por el contrario, convirtió una migración estacional, principalmente de hombres que regresaban cada año a México, en una población asentada de familias.
La recesión económica entre 2007 y 2009 acabó por reducir el flujo de inmigrantes. A pesar de las sucesivas oleadas de migración centroamericana, las entradas ilegales siguen siendo sustancialmente menores que a principios de la década de 2000.
Han pasado unas dos décadas desde que Hernández metió una muda de ropa en una bolsa, cogió a sus tres hijos pequeños y cerró la puerta de sus vidas en Jalisco, México. Días después, cruzaron la frontera.
“No teníamos papeles, pero estaba decidida a ir al norte en busca de una vida mejor”, dijo. “Tenía parientes que se habían beneficiado de una amnistía en 1986 y supuse que nos llegaría el día”.
Hernández consiguió un trabajo en Los Ángeles empaquetando CDs. Su marido, Pedro Hernández, se unió a ellos poco después y encontró trabajo en una guardería. Sus hijos, Luis, que entonces tenía siete años, y los gemelos Elitania y Juan, entonces de cuatro años, prosperaron en la escuela. Vivían modestamente, en apartamentos donde los niños dormían en las habitaciones y la pareja en la sala.
Sus esperanzas se elevaron, se desvanecieron y revivieron cada vez que el Congreso tramitaba diversos proyectos de ley en materia migratoria.
“Cada presidente nos daba la esperanza de que algo bueno iba a llegar, y luego nada. Otra vez, tal vez. Luego nada”, recordó Hernández.
Hernández dijo que ella y su esposo trabajaron duro, pagaron sus impuestos y nunca se endeudaron.
“Intentamos hacerlo todo bien, según la ley, en un país que no nos había abierto las puertas, pero al que entramos de todos modos”, dijo.
Las cosas se pusieron más difíciles cuando Hernández perdió su trabajo en 2006. Su empleador, preocupado por las auditorías del gobierno, le había pedido que demostrara que tenía permiso para estar en el país.
Cuando los agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE por su sigla en inglés) empezaron a aparecer en su barrio, la familia evitó salir durante días. Hernández iba en bicicleta a su nuevo trabajo, pensando que era menos probable que se encontrase con la migra que cuando conducía su viejo Mazda. Hernández se apuntó a clases de inglés para adultos. Cuando los niños se hicieron mayores, les aconsejó que se comportasen siempre bien.
“Crecí escuchando que había que ser un buen ciudadano”, dice Luis Hernández, su hijo mayor, que ahora tiene 28 años. “Mamá siempre lo decía: ‘La gente que tiene papeles puede equivocarse, pero tú no’”, dijo.
Debido a su condición de indocumentados, Luis, que jugaba al fútbol en un club, y Juan, jugador de fútbol americano universitario, se saltaban los partidos que requerían viajar.
Cuando Obama creó un programa conocido como DACA en 2012 para proteger temporalmente a los inmigrantes indocumentados que habían sido traídos al país cuando eran niños, Luis Hernández y sus hermanos, entonces adolescentes, postularon inmediatamente. Les permitió trabajar legalmente. Obtuvieron sus licencias de conducir.
Pero la incendiaria retórica antiinmigrante del presidente Donald Trump y el intento de su gobierno de anular DACA generaron una profunda ansiedad en el hogar de los Hernández. Cuando Biden asumió el cargo, la familia se alegró.
Tras la toma de posesión, Hernández estaba en la mesa de su comedor pensando en el inminente nacimiento de su segundo nieto, que será ciudadano estadounidense. Ella y su marido planeaban viajar a Utah para conocer al bebé, y le preocupaba hacer un viaje a través de las fronteras del estado, por si las fuerzas del orden losparaban y les pedían sus documentos.
Cuando se enteró de que el presidente había dado a conocer un proyecto de legalización, dijo, se quedó atónita al principio. Luego fue a buscar la caja de documentos.
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Miriam Jordan es una corresponsal nacional que informa sobre el impacto de la inmigración en la sociedad, la cultura y la economía de Estados Unidos. Antes de unirse al Times, cubrió inmigración por más de una década en el Wall Street Journal y fue corresponsal en Brasil, Israel, Hong Kong e India. @mirjordan